Dedicado a mi princesa negra.
Veredicto: muerte. Día de
la ejecución: pronto, muy pronto. Tal vez demasiado. Hace unas horas
que me lo ha comunicado el médico. Según los manuales es hora de
hacer balance. Yo soy muy de manual. Ante la muerte el balance ha de
ser sincero, sin complacencias. Que más da no salir victorioso de la
vida. Pocos salen.
Intento pensar en mi vida
y no puedo dejar de sonreir. Sinceramente, creo que el mundo será un
lugar peor cuando me muera. ¿Narcisista? Puede. Pero estos últimos
siete años han sido especiales. ¿Sabéis cuando los niños juegan a
mantener un burbuja de jabón suspendida en el aire? Así he estado
yo los últimos siete años suspendido en el aire. Elevado. Y, como
siempre, todo empieza con un amor. Un amor despojado de significado.
Lo escribimos nosotros. Nos lo encajamos como un traje de neopreno.
Sí, esos que usan los submaristas. Pegado a cada centimetro de
nuestros valores. Un traje que, aunque cueste de creer, nunca nos
apretó. Libremente me enamoré, libremente lo viví y libremente me
dispongo a acabarlo. Un amor disruptivo en el tiempo, pero siempre
pleno.
Estoy más acostumbrado a
escribir de pollas, coños y otras dichas nihilistas. Me cuesta
hablar de amores, souflés y sentimientos. Pero la muerte tiene eso:
o te enfrenta a tus fastasmas o los dejas atrás.
En fin, un día la conocí.
Punto. Así de sencillo. Ni ella, ni yo, pensamos nunca más que en
un buen polvo. Pero, por suerte, las historias se tuercen. Y así
abrí las ventanas de mi vida a un torbellino de aire fresco. Se me
eriza el pelo mientras escribo. Lo experimentamos con una intensidad
que mis bien vividos cuarenta años se acojonaban.
Desde el primer momento
supe que mi novia era una terrorista. Una terrorista buena. Pero
terrorista. Ella lo tenía claro: vivimos en guerra.Y la estamos
perdiendo. Esta sociedad la ahogaba. Las injusticias la sublevaban.
La vida le dolía. Sabía que había perdido antes de empezar. Y
tenia esa rabia del que sabe que le ha tocado jugar una partida con
las cartas marcadas. Nunca vi unos ojos con tanta vida. ¿Cómo no
iba a enamorarme ?
Y ¿dónde está el
problema? os preguntareís. Siempre hay un problema en una buena
historia. Ese brillo desapareció. Los dos éramos conscientes.
Habíamos construído tanto a nuestro alrededor que nunca lo
afrontamos. Pero ambos sabíamos que teníamos una brecha. Ella se
había alejado de la lucha. Yo lo había permitido.
No dije a nadie que me
moría. Me cogí una semana de meditación. No le extrañó. Siempre
disponíamos de nuestro tiempo. Lo compartíamos cuando lo
deseábamos.
Deambulé por Barcelona
hasta encontrar un grupo de policías. Encontré a cuatro. Respiré
hondo. Me acerqué. Les pedí fuego. Y le solté un puñetazo al
primero que creo que me rompí la mano. Qué decir que a él, más de
un diente. Después de un
primer momento de confusión me dieron la paliza de mi vida. Por una vez no empezaron ellos. Me
dejaron medio insconciente tirado en la celda. Pasaron
unas horas antes de poder moverme. Sonreí y me tomé la pastilla. En
un minuto estaba muerto.
Lo que viene a
continuación no lo viví. Obvio. Pero no creo que fuera muy
diferente a lo que voy a contar.
Susto en comisaria. Miedo.
Reproches. Pacto, o follamos todos o la puta al río. Llamada a mi
compañera. Le dicen que me he suicidado en la comisaría.
La esperan en la puerta.
No está para hostias. Exige verme. Le hablan pero es incapaz de
escuchar. Sólo me ve a mi: muerto. De una paliza. Le dicen que yo
pegué a un policía. Que no me mataron. Pero ella sabe la verdad. Su
compañero no creía en la violencia. Se han equivocado de persona. Lo han matado. Llora. Pero si la policía hubiese visto bajo las
lágrimas, esa noche no habrían podido dormir. Esos ojos volvían a
brillar.